jueves, 30 de julio de 2015

Natura

Hace como un año, vi en Facebook una imagen que me perturbó: en primer plano, una pareja de recién casados caminaba por el parque tomada de la mano. Al lado del hombre, en segundo plano, se divisaba de espaldas una mujer con un vestido entallado y corto. La novia caminaba ignorante y él, todavía ataviado para la gran ocasión, estaba caminando con la nueva esposa, pero mirando hacia atrás, hacia el vestido entallado (dudé en escribir "el vestido entallado" y estuve a punto de sustituirlo por "la mujer de espaldas", pero, en realidad, el sentido de la imagen no era demostrar que él ve otras mujeres, sino que su naturaleza lo hace voltear hacia lo que gusta; en este caso, las partes de mujer que el vestido entallado le permite observar (y de nuevo podría entrar en discusión el verbo "observar", porque no sé si realmente ponen atención a lo que divisan o si, como dicen varios, voltean porque hay piel y su naturaleza no les permite resistirse)). Quien subió la fotografía la tituló "Natura".

No puedo explicar atinadamente la decepción que ver esa imagen me provocó. Como adolescente emberrinchada, atiné a decir "Después de ver eso, afiancé la convicción de que no me quiero casar nunca. No confío en los hombres, y menos después de ver sus respuestas": y es que, en Facebook, los hombres aplaudían la publicación. Había incluso quienes aludían a las características físicas de una u otra mujer.

Quise dejar de pensar en la publicación, pero definitivamente me dejó pensando mucho más de lo que hubiera deseado. Medité sobre las novias y los novios, sobre los vestidos entallados. Incluso me detuve en el significado de que él estuviera tomando a la novia de la mano, que caminaran hacia delante, pero que él mirara hacia atrás, como hacia la soltería. ¿La añora? Y la ingenua, curiosamente vestida de blanco, creyendo que camina con la cabeza en alto y no apuntándola hacia abajo. Luego me sentí una mojigata intolerante y, para dejar de juzgarme, saqué de mi mente mi análisis y seguí con la vida. 

Digo, yo sé que los hombres son visuales. ¿Qué ven? A veces no me lo explico, pero no soy hombre, así que no puedo saberlo. Aunque definitivamente entiendo el impulso de mirar cuando se presenta un humano físicamente atractivo, a veces pienso, ¿hasta dónde es el instinto y en qué momento podemos controlarlo con la conciencia? 

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La semana pasada comí con una amiga que me alcanzó en la oficina. Nos sentamos en una mesa y, a fuerza de comer pan, me dio la impresión de que llené mi falda de migajas. Cuando llevé la mano hacia abajo, noté que el hombre sentado frente a mí seguía el movimiento de mi extremidad con la mirada y, finalmente, posaba sus ojos en mis piernas, mientras su pareja lo cubría de besos. 

De inmediato, casi sin querer, recordé "Natura". De pronto, me sentí capturada por la vista de aquel hombre que no dejaba de verme las piernas con descaro, mientras su pareja se desvivía en cariños hacia él. De la incomodidad pasé a la molestia, y de la molestia a la furia, porque me pareció que ese hombre me encerraba en "Natura". En ese momento, me convertí en una falda (y no dudé en escribir falda); su mirada estaba perdida ahí, entre mis piernas, sin que yo le hubiera dado permiso para entrar (porque no lo piden, porque no les importa. Es que, en la oscuridad de la ceguera de sus ojos, dejé de ser una persona; para él, yo era una falda y unas piernas genéricas, justo como el "vestido entallado" no es una mujer de espaldas).

Me pregunté: "Si este hombre supiera lo que su mirada me provoca, ¿seguiría viéndome así?" Y entonces, la mujer que lo acompañaba se levantó al baño y vi mi oportunidad para responder mi inquietud. Con el tono de voz lo suficientemente fuerte para que me escuchara, le pedí a mi amiga que volteara hacia donde estaba y lo observara. Mientras lo hizo, le relaté lo sucedido. Todo con el gesto lo suficientemente adusto y con la voz más aguda que de costumbre, con lo cual mi frustración se hacía evidente. 

El hombre fue achicándose en su asiento. Su espalda, completamente erguida, fue encorvándose hasta que escondió la cara atrás de la laptop. Mi amiga y yo lo veíamos. No con lascivia, sino con coraje y, después, más rápido de lo que pensé, mi furia se convirtió en risa. Poco a poco, la sonoridad de nuestras carcajadas hizo que saliera de la fotografía. Otra vez recuperé mi voz, que dejó de ser chillona para convertirse en esta de soprano desafinado con que me hago oír. Le arrebaté mis rodillas, que en la ya vaga recolección de su memoria a corto plazo, seguramente no eran ya más que un par de muñones. Me aferré a estos muslos que no son de nadie más que míos. Y seguí riendo, porque la risa fue mi forma de regresar a la realidad.

Y nos reímos. Y lo olvidamos. Y seguimos riendo, como dos amigas queridas se ríen de sí mismas al recordar sus anécdotas; luego nos pusimos serias, como dos mujeres que cambian de rostro cuando hay que hablar de temas formales, de esos en los que la risa sólo se cuela a veces, aunque no esté invitada a la celebración de un acto solemne. 

jueves, 23 de julio de 2015

Noche de caracoles

Desde que la temporada fuerte de lluvias llegó a la ciudad, empecé a ver los caparazones de los caracoles aplastados en los pasillos de las áreas verdes del lugar donde vivo. Me parecía una tragedia que estos seres, lentos desde nuestra perspectiva posmoderna, murieran víctimas de un tacón, un niño intrépido o las patas de un perro. No sé cuál sea la mejor manera de morir para un caracol, pero me imaginé que la jungla que representa el pasto de los jardines era un lugar más natural que el pavimento.

Me llamaban la atención de niña. Me atreví alguna vez a tocarlos, gracias a la audacia del dedo índice, pero rápidamente lo retiraba, por culpa de mi cerebro ansioso. De adulta, hace un mes, me decidí por fin a tomarlos del caparazón, a sopesarlos. Ese día, el pasillo por el que transita la mayoría de los vecinos tenía cinco caracoles. Acababa de llover y era una jornada entre semana, así que era fácil adivinar que, ante los pasos presurosos de la gente, el destino de todos aquellos moluscos sería morir. Tenía que regresarlos a las intocables áreas verdes.

El primero me costó trabajo. Una vez más, esta sensación infantil ambivalente de curiosidad y temor me atacó, pero no había mucho tiempo, así que la vencí y levanté al primero. Opuso  resistencia porque la parte inferior de su cuerpo, la babosa, estaba adherida al piso, pero cuando me di cuenta de que podía separarlo sin que le representara daño alguno, todo se transformó para mí.

A partir de entonces, cada vez que veía un caracol en peligro potencial, lo recogía y lo regresaba a las plantas. Sentía que se lo debía a mi yo infantil, ese que siempre quiso tocarlos, conocer su textura, ver sus tentáculos y observar con mayor detenimiento el resto de su cuerpo baboso a medida que se desplazaban. Examinaba el pavimento con cuidado, obsesiva, sigilosa, para poder dar incluso con el más camuflado con el pavimento.

Hoy, no obstante mi dedicación diaria, olvidé mi labor vigilante, pese a que llovió y yo caminé varios kilómetros sobre el pavimento mojado. Hoy, mi mente debió registrar, como lo hace siempre, que podía ser una noche de caracoles...

Llegué a mi casa. Platiqué con mi mamá. Salí a comprarle un refresco y, entonces, ocurrió: con mi tenis y mi paso apresurado, rocé el caparazón de un caracol. Cuando escuché el ruido, lo supe. Me agaché, con los ojos obnubilados por la precipitación de las lágrimas, únicamente para corroborar lo que ya el sonido y la experiencia me habían anticipado.

Era un ejemplar pequeño. ¿Sería un joven? Quise levantarlo, pero su concha estaba rota. Yo la rompí, y esta vez mis dedos no pudieron sopesar si se desharía al intentar levantarlo. Regresé a casa presurosa, cogí una servilleta y con ella lo levanté. ¡Aún vive!, pensé. Tengo que ponerlo en un lugar tranquilo. Busqué y busqué, todavía con el llanto contenido, y encontré una piedra. Lo trasladé con delicadeza del papel a la piedra y, como vi que todavía se movía, lo dejé descansar. Cinco minutos después regresé: la concha estaba tirada en el pasto y la babosa, postrada en la piedra: lo maté. Fui yo, la misma que se dedica a salvarlos de las pisadas, quien le dio muerte con la suela del zapato.

Entré a mi casa y me solté a llorar como una niña de seis años.

lunes, 20 de julio de 2015

Pido esquina... o me la escribo

Mi cumpleaños fue hace un mes y quince días. Veintinueve años que me festejé y me festejaron como si hubieran sido cincuenta, es decir, con bríos. Tanto que ha pasado en 2015, que probablemente estos veintinueve veranos sean equivalentes a mis cincuenta inviernos, y como no es cliché que uno no sabe cuánto le queda de vida, yo decidí que no podía dejar pasar la mía sin tener por lo menos una fiestecita.

Entre las sorpresas que me obsequiaron mis familiares y amigos estuvieron, envueltos en una bolsa, una novela gráfica y dos cuentos ilustrados, además de una pashmina de lunares. Sin embargo, la bolsa de envoltura —muy ambiental, porque pensaba reusarla para llevar mi comida Godínez a la chamba— fue también un regalo en sí mismo.

La emoción por los libros fue tan grande que me olvidé de la bolsita. Después, cuando la puse sobre la cómoda de mi recámara, no le encontré mayor esencia que la utilidad —pa’ llevarme mi lunch—. Los colores me gustaron y la tipografía lucía linda, pero no alcancé a vislumbrar la inscripción que coronaba la simpática y apastelada envoltura de mis fabulosos presentes. Me tiré en la cama, leí el libro en turno y poco después me quedé dormida.

La bolsa se quedó ahí, impertérrita, durante unos cuantos días. Luego vino la señora María Luisa a hacer mi recámara —¡al fin!—. Posteriormente recordé la tan mencionada bolsita, pues necesitaba cargar quién sabe qué bulto. La busqué entre el montonal de artículos personales y públicos que mi aposento resguarda. Tardó en aparecer. Al fin, la cogí. Para ese momento ya había leído uno de los libros que me obsequiaron y los otros aguardaban turno en mi buró, de manera que aquel saco de plástico albergaba chucherías, esas que fácilmente se olvidan, como el propio recipiente que las contiene. Empecé a vaciarla y entonces, solo entonces, lo vi: Do more of what makes you happy, se leía la frase de tipografía linda impresa en la bolsa. Sacudí la cabeza. Justo ese día, el tema de lo que me hacía feliz había taladrado mi mente. Aún así, demoré en reconocer las palabras; me tardé en armar la oración. Incluso tuve que traducirla: “Haz… haz más de esas cosas que te hacen feliz.”

No se trata de reconocer señales, sino de inventarlas, porque una de las pruebas de la conciencia humana es la señalización. Cuando leí esa oración en la bolsa de regalo apastelada, marqué el suceso, inventé una señal y la mandé a mi cerebro, que hizo su trabajo y arrojó la pregunta. ¿Soy feliz? Sin entrar en detalles lúgubres, este año ha sido inclemente conmigo, así que la respuesta, pese a que me resultaba obvia, me causó pesar. “No”, me dije, y tuve que hacer un hórrido ejercicio de honestidad. ¿Qué he hecho para serlo? “Nada”. Las preguntas se agolparon en mi cabeza, pedían salir, pedían contestaciones. Y mi única respuesta era que no. Como una mortaja. No. Como una manda. No.

Desde ese día, para sobrevivir, me veo en el espejo y me repito la frase de la bolsa como un mantra —en español, claro, porque soy mexicana, y en inglés luego, porque soy medio pocha y chilanga—. Haz más de esas cosas que te hacen feliz. Do more of what makes you happy. Sobrevive. Vive, sin el sobre, en la libertad de lo que quieres hacer y de quien quieres ser. Reconócete en el espejo. En las fotos. En donde haya que reconocerse. 

Y de ahí a retomar todo eso que he dejado —que porque no tenía tiempo, que porque no encontraba lo que necesitaba, que porque estaba muy deprimida, que porque soy humana y algo nos sucede que nos resulta muy fácil sabotearnos— y que me hacía inmensamente feliz. Pian, pianito. Que si un librito y luego otro. Que si una mascarilla y luego otra. Que si el ejercicio dos veces a la semana y ya veremos si en la siguiente muevo los huesos de a tres por siete.

La vida no me va a dar esquina. Ya lo acepté, pero entre todo lo que me trae felicidad, esto me llena de éxtasis, de modo que lo repetiré una vez cada siete días. Ante todo la disciplina y la constancia para construir mi propia esquina, esta que me armaré con las palabras.