Hacía mucho tiempo que no pasaba por ese tramo de Insurgentes. No sabría decir con precisión cuánto, pero me parecieron eternidades. Al fondo del restaurante, en la mesa recóndita, había un hombre y una mujer que atizaron mi memoria. La cena a la luz de una sola vela me llevó de nuevo a aquel febrero en que me senté ahí con el hombre al que quería, para celebrar. Teníamos un pretexto, aunque en realidad cualquier nimiedad era buena para poner mesa de por medio, antes de entregarnos al tímido tacto de las palmas.
Volví a verlo ahí, frente a mí, todo pupilas y llamaradas, todo bromas y sonrisas. Volví a sentir que el corazón me emboscaba, que el mundo rotaba y yo daba vueltas a la velocidad de la luz en el asta imaginaria que lo mantiene de una pieza entre el Polo Norte y el Sur. Caminé un poco más. De nuevo aspiré el aliento a café de ese recuerdo que vive y colea entre los pliegues de mi alma, y su aroma a lavanda añeja me impregnó la nariz, como si estuviera sacudiéndola entre el cuello de su camisa. Escuché su risa estridente y sus pasos vigorosos me hicieron acelerar la caminata. Cada pisada que dimos al unísono hundió el pavimento y, aunque aparentemente restaurado, me dio gusto volver sobre mi andar para percatarme de que ahí, en el viento y en la tierra, nuestra huella invisible se hacía presente a fuerza de apelar a lo que resguardo en la mente.
Una vez más, yo me dirigía hacia el metrobús y él caminaba varios metros adelante de mí, sin saber si lo seguía. Miraba sobre su hombro, como no queriendo, para averiguar por qué la niña se despidió de él para luego desplazarse en el mismo sentido. De inmediato se alzaba la evocación de cuando me tomó la mano por primera vez -tan real que me provocó espasmos de emoción-.
¿Quién dice que los recuerdos no pueden hacer que uno experimente sensaciones estéticas? Mi amor no le pertenece más a él y, sin embargo, la calle oscura donde estrechamos lazos me sublima. Quizá ahora que se convirtió en un producto de mi memoria, el amor me impregna los sentidos como si estuviera en una galería de arte. Tal vez es voyeurismo y prefiero la observación ante la experimentación, aunque estoy segura de que la observación del pasado no sería tan grata si no hubiese experimentado en carne propia todo lo que ahora se ha fosilizado en la sublimación.
Al fin, cuando pasé por los lugares donde bailamos, me contó chistes, comimos pastel o me ciñó de la cintura y me atrajo contra sí, estallé en llanto. El pecho se me llenó de suspiros y pronto fueron tantos que pasaron al estado líquido. Sonreí también. Volví a bailar, a comer pan de dulce y a sentir su pecho contra el mío, como si nuestros cuerpos fueran de metal y expidiéramos tanto calor que nos fundiéramos. Fuimos estatuas modeladas con bronce. Fui Psique, Eurídice, Europa y Anna Karenina.
Perdí la identidad y, a fuerza de abandonarme al amor erótico en su expresión más pura, mis trazos se desdibujaron y luego volví a encontrar mis rasgos entre la mano suelta y el lápiz sobre el lienzo. Nuestras pisadas -las de ese que, para entonces, podría ser él o yo o cualquiera-, se convirtieron en terremotos que arrasaron con las construcciones, si bien los cimientos se salvaron. Fuimos armonía, y como orquesta creamos, imitamos, seguimos direcciones y luego rompimos los cánones de la estética.
Cuando salí del trance, Insurgentes no era la misma calle que transité hace mucho tiempo. Era otro lugar y yo era más esencial, en tanto que el amor me había tocado y me convirtió en arte.
Volví a verlo ahí, frente a mí, todo pupilas y llamaradas, todo bromas y sonrisas. Volví a sentir que el corazón me emboscaba, que el mundo rotaba y yo daba vueltas a la velocidad de la luz en el asta imaginaria que lo mantiene de una pieza entre el Polo Norte y el Sur. Caminé un poco más. De nuevo aspiré el aliento a café de ese recuerdo que vive y colea entre los pliegues de mi alma, y su aroma a lavanda añeja me impregnó la nariz, como si estuviera sacudiéndola entre el cuello de su camisa. Escuché su risa estridente y sus pasos vigorosos me hicieron acelerar la caminata. Cada pisada que dimos al unísono hundió el pavimento y, aunque aparentemente restaurado, me dio gusto volver sobre mi andar para percatarme de que ahí, en el viento y en la tierra, nuestra huella invisible se hacía presente a fuerza de apelar a lo que resguardo en la mente.
Una vez más, yo me dirigía hacia el metrobús y él caminaba varios metros adelante de mí, sin saber si lo seguía. Miraba sobre su hombro, como no queriendo, para averiguar por qué la niña se despidió de él para luego desplazarse en el mismo sentido. De inmediato se alzaba la evocación de cuando me tomó la mano por primera vez -tan real que me provocó espasmos de emoción-.
¿Quién dice que los recuerdos no pueden hacer que uno experimente sensaciones estéticas? Mi amor no le pertenece más a él y, sin embargo, la calle oscura donde estrechamos lazos me sublima. Quizá ahora que se convirtió en un producto de mi memoria, el amor me impregna los sentidos como si estuviera en una galería de arte. Tal vez es voyeurismo y prefiero la observación ante la experimentación, aunque estoy segura de que la observación del pasado no sería tan grata si no hubiese experimentado en carne propia todo lo que ahora se ha fosilizado en la sublimación.
Al fin, cuando pasé por los lugares donde bailamos, me contó chistes, comimos pastel o me ciñó de la cintura y me atrajo contra sí, estallé en llanto. El pecho se me llenó de suspiros y pronto fueron tantos que pasaron al estado líquido. Sonreí también. Volví a bailar, a comer pan de dulce y a sentir su pecho contra el mío, como si nuestros cuerpos fueran de metal y expidiéramos tanto calor que nos fundiéramos. Fuimos estatuas modeladas con bronce. Fui Psique, Eurídice, Europa y Anna Karenina.
Perdí la identidad y, a fuerza de abandonarme al amor erótico en su expresión más pura, mis trazos se desdibujaron y luego volví a encontrar mis rasgos entre la mano suelta y el lápiz sobre el lienzo. Nuestras pisadas -las de ese que, para entonces, podría ser él o yo o cualquiera-, se convirtieron en terremotos que arrasaron con las construcciones, si bien los cimientos se salvaron. Fuimos armonía, y como orquesta creamos, imitamos, seguimos direcciones y luego rompimos los cánones de la estética.
Cuando salí del trance, Insurgentes no era la misma calle que transité hace mucho tiempo. Era otro lugar y yo era más esencial, en tanto que el amor me había tocado y me convirtió en arte.
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