Desde que la temporada fuerte de lluvias llegó a la ciudad, empecé a ver los caparazones de los caracoles destrozados en los pasillos de las áreas verdes del lugar donde vivo. Me parecía una tragedia que estos seres, lentos desde nuestra perspectiva posmoderna, murieran víctimas de un tacón, un niño intrépido o las patas de un perro. No sé cuál sea la mejor manera de morir, pero imaginé que la jungla en los jardines era un lugar más natural que el pavimento.
Me llamaban la atención de niña. Me atreví alguna vez a tocarlos, gracias a la audacia del dedo índice, pero rápidamente lo retiraba, por culpa de mi cerebro ansioso. De adulta, hace un mes, me decidí por fin a tomarlos del caparazón, a sopesarlos. Ese día, el pasillo por el que transita la mayoría de los vecinos tenía cinco caracoles. Acababa de llover y, ante el final de la jornada, resultaba fácil adivinar que el destino de todos aquellos moluscos sería morir bajo los pasos incesantes de la gente: tenía que regresarlos a las intocables áreas verdes.
El primero me costó trabajo. Una vez más, esta sensación infantil ambivalente de curiosidad y temor se apoderó de mí, pero no había mucho tiempo, así que la vencí y levanté al primero. Opuso resistencia porque la parte inferior de su cuerpo, la babosa, estaba adherida al piso, pero cuando me di cuenta de que podía separarlo sin que le representara daño alguno, el mundo invertebrado se transformó para mí.
A partir de entonces, cada vez que veía un caracol en peligro potencial, lo recogía y lo regresaba a las plantas. Sentía que se lo debía a mi yo infantil, ese que siempre quiso tocar los caparazones, conocer sus texturas, ver sus tentáculos y observar con mayor detenimiento el resto de su cuerpo baboso a medida que se desplazaba. Examinaba el pavimento con cuidado, obsesiva y sigilosa, para encontrar incluso al que se camuflara más con el piso.
Hoy, no obstante mi dedicación diaria, olvidé mi labor vigilante, pese a que llovió y yo caminé varios kilómetros sobre el pavimento mojado. Hoy, mi mente debió registrar, como lo hace siempre, que podía ser una noche de caracoles...
Llegué a mi casa. Platiqué con mi mamá. Salí a comprarle un refresco y, entonces, ocurrió: con mi tenis y mi paso apresurado, rocé el caparazón de un caracol. Cuando escuché el ruido, lo supe. Me agaché, con los ojos obnubilados por la precipitación de las lágrimas, únicamente para corroborar lo que ya el sonido y la experiencia me habían anticipado.
Era un ejemplar pequeño. ¿Sería un joven? Quise levantarlo, pero su concha estaba rota. Yo la rompí, y esta vez mis dedos no pudieron sopesar si se desharía al intentar recogerlo. Regresé a casa presurosa, cogí una servilleta y con ella lo levanté. "¡Vive!" , pensé. "Necesito encontrarle un lugar tranquilo". Busqué y busqué, todavía con el llanto contenido, y encontré una piedra. Transformé mis manos en seda y lo llevé hacia ella. Como vi que aún se movía, lo dejé descansar. Cinco minutos después regresé: la concha estaba tirada en el pasto y la babosa, postrada en la piedra: lo maté. Fui yo, la misma que se dedica a salvarlos de las pisadas, quien le dio muerte con la suela del zapato.
Entré a mi casa y me solté a llorar como una niña de seis años.